miércoles, 12 de mayo de 2010

Y sonríe.

Ella se enamoró de un gigante. Se sentía segura en sus brazos. En ellos se perdía, correteaba de arriba a abajo haciendo cosquillas que al deslizarse suave creaba la tensión suficiente para hacer estallar la bombilla, y las ventanas. Asustada sube hasta la boca y recostada en su barba le pide de sus palabras.

Entonces ella se hace gigante y el es ahora el aire que entra por los cristales rotos. Que entra por su boca silbando entre sus dientes. Que provoca el voleteo en su estómago, llena su pecho y vuelve a salir. Que se enreda en su pelo, acaricia la mejilla y susurra en su oído que de él depende su pulso. Y lo acelera.

El gigante ahora es aire, habitante de su piel alimentándose de su olor y regocijándose con las primeras gotas de sudor. Es el que besa sus piernas y siente besar la poesía.
Son poesía sus jadeos, la forma de morderse los labios, de retorcerse en las sábanas que sus uñas apuñalan, de repasar cada lunar de la espalda.

Ahora él entra como el aire, porque es aire, porque sólo lo es cuando ella de tan pequeña se hace gigante, cuando se beben los sentidos. Es aire y juega entrando y saliendo, asfixia y la destroza, llena y enloquece.

Como los cristales, ella estalla, tiembla, resopla. Y sonríe.

El gigante sigue siendo aire, y porque es aire, él quiere ser la única razón por la que seguir respirando. Y porque es aire, se acurruca en el hueco de su ombligo.

Amanecen siendo dos adolescentes en la habitación de un hostal.